miércoles, 1 de mayo de 2013

Palabras de los Mártires de Chicago.


Clément Moreau (Carl Meffert). Crucifixión Anarquista.



Palabras de Auguste Vicent Theodore Spies, de profesión impresor (y periodista), ante el tribunal que le condenó a muerte (Fragmentos)



Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase a otra que es su enemiga, comenzando con las mismas palabras con que el veneciano Marino Fallieri se dirigió a su verdugo, el Consejo de los Dios, hace cinco siglos: "¡Mi defensa es vuestra acusación! Las causas de mis supuestos crímenes, ¡vuestra historia!"

He sido acusado de asesinato, como cómplice o ejecutor, y se me ha condenado a pesar de que el ministerio público no pudo presentar una sola prueba que me inculpe en ninguno de los dos aspectos: de los testimonios expuestos no se desprende que yo haya arrojado la bomba ni que sepa quién fue el que la tiró. Sólo se han tenido en cuenta las declaraciones contradictorias de Thompson y de Gilmer, testigos pagados por la policía, de acuerdo con instrucciones del fiscal Grinnell y del capitán Bonfield, para hacerme pasar por criminal.

Y puesto que no hay hecho alguno que pruebe mi participación o ¡ni responsabilidad en aquel suceso, entonces la sentencia y su ejecu­ción no son más que un asesinato legal preconcebido, un crimen mal­vado y que se ejecutará a sangre fría. Asesinato planeado tan infame y canallescamente como no hay que buscar ejemplos análogos más que en la historia de las persecuciones políticas y religiosas. Se han cometido muchos crímenes judiciales aun en casos en que los repre­sentantes del estado han obrado de buena fe, creyendo realmente delincuentes a los sentenciados. Pero en este caso el ministerio público ni siquiera puede ampararse en esa excusa; no puede porque sus repre­sentantes, Grinnell y Bonfield, han fabricado la mayor parte de los tes­timonios y escogieron un jurado viciado desde origen. ¡Ante este tri­bunal y ante el pueblo supuestamente representado por el estado, acuso de conspiración infame para asesinarnos al fiscal Grinnell y a su digno compinche Bonfield!

[...] La clase que está ávida, con bestial codicia, de nuestra sangre, la clase de los buenos y piadosos cristianos, ha intentado a través de su prensa y por todos los medios inimaginables de ocultar cuidadosa­mente los hechos tal como se produjeron, de mantenerlos en secreto. Lo ha conseguido en parte, añadiendo a los odiados acusados el cali­ficativo de "anarquistas" y describiéndolos como una tribu de salvajes recientemente descubierta o como una especie de caníbales y, además, inventando tenebrosas y espeluznantes leyendas de conspiraciones mis­teriosas y oscuras, para sembrar aún más el temor. Esos buenos cristianos trataron así de encubrir el hecho de que en la noche del 4 de mayo doscientos hombres armados, bajo el mando de un matón notorio y sin conciencia cayeron sobre un pacífico mitin de ciuda­danos. ¿Con qué propósito? ¡Con el propósito de herir o de matar el mayor número posible de ellos!

[.. .] Los trabajadores de esta ciudad se irritaron un poco por la des­vergüenza de sus benéficos amos. Comenzaron a decir verdades que sonaron desagradablemente en los oídos de los patricios. Hasta se atrevieron a presentar, ¡oh, increíble indecencia!, algunas comedidas demandas de mejoras laborales. Sostuvieron, ¡qué audacia!, que ocho horas de intenso trabajo por día por solamente dos horas de paga era insuficiente [...].

Ese populacho sin leyes tenía que ser reducido al silencio, y era la cosa más fácil del mundo lograrlo por la intimidación, asesinando al menos a aquellos a quienes distinguían como líderes, sí, a esos perros extranjeros había que hacerles ver de una vez para siempre que no deben ocuparse, en lo sucesivo, de las honestas ma­quinaciones de sus benefactores amos cristianos [...].

El principal argumento de Grinnell contra los acusados fue: "Son extranjeros, no son ciudadanos norteamericanos". No puedo hablar por los demás, hablo por mí mismo. Resido en este estado por lo menos el mismo tiempo que Grinnell, y me considero por lo menos tan buen ciudadano como él, aunque la comparación con semejante ente me resulte desagradable y preferiría no hacerla. Grinnell, como ya lo han demostrado nuestros abogados, apeló demagógicamente al patrio­tismo de los señores del jurado. A eso respondo citando las palabras de un escritor inglés: "¡El patriotismo es el último refugio de los rufianes!"

[...] Grinnell ha repetido varias veces que aquí se procesa al anar­quismo. Pues bien, la teoría del anarquismo pertenece al dominio de la filosofía especulativa. En el mitin de Haymarket no se dijo una sola palabra acerca del anarquismo; sólo se habló del tema muy popular de la reducción de la jornada de trabajo. Pero "el anarquismo es aquí procesado", eructa Grinnell. Pues si de eso se trata [...] podéis condenarme, porque soy anarquista. Yo creo como Buckle, como Paine, como Jefferson, como Emerson, Spencer y muchos otros grandes pensadores […] que el estado de las castas y las clases, que el estado en que una clase domina a la otra que vive de su trabajo —a lo cual vosotros llamáis orden—, creo, sí, que esta forma bárbara de organi­zación social, con su sistema de robo santificado y de asesinatos legales, está próxima a morir para ceder el puesto a una sociedad libre, a una sociedad voluntaria o hermandad universal, si así lo preferís.

¡Podéis, pues, sentenciarme, honorable juez, disponer mi muerte, pero no impediréis que el mundo sepa que en el estado de Illinois, en este Año del Señor de 1886, ocho hombres fueron condenados a muerte sólo porque no han perdido la fe en un futuro mejor, por creer en la victoria final de la Libertad y la Justicia!

[.. .] Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo abominar de ellas, ni tampoco lo haría aunque pudiese. Y si pensáis que habréis de aniquilar estas ideas, que día a día ganan más y más terreno, enviadnos a la horca. ¡Si una vez más aplicáis la pena de muerte por el delito de atreverse a decir la verdad —y os desafiamos a que demostréis que hemos mentido alguna vez— yo os digo que si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan alto precio, orgullosa y bravamente! ¡Llamad a vuestro verdugo! ¡Ahorcadnos! ¡La verdad crucificada en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Juan Huss, en Galileo, vive aún! ¡Estos y muchos otros nos han precedido en el pasado! ¡Estamos prestos a seguirles!

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Carta de Adolph Fischer, tipógrafo de oficio, al gobernador M. Oglesby, del estado de Illinois (Fragmentos)



Cárcel de Chicago, 1 de noviembre de 1887.



He sabido que circulan petitorios pidiéndoos la conmutación de la pena de muerte que la Corte del Estado ha pronunciado contra mí, trocándola por la prisión perpetua. Agradezco a los firmantes esa espontánea muestra de simpatía, pero declaro que se efectúa sin mi autorización. Como hombre de honor y de conciencia no puedo pedir gracia. No soy criminal y no puedo arrepentirme de lo que no he hecho.

¿Pediría perdón por mis principios, por lo que creo justo y bello? I jamás! No soy hipócrita y no puedo pretender que se me perdone por ser anarquista; al contrario, la experiencia de los últimos dieciocho meses ha afirmado mis convicciones.

Se me pregunta si soy responsable de la muerte de los policías en Haymarket. No responderé a esa pregunta mientras no declaréis que cada abolicionista era responsable de los actos de John Brown. No pue­do pedir gracia, ni recibirla, sin perder el derecho a mi propia estima­ción: si no puedo obtener justicia, si no puedo ser devuelto a mi familia, prefiero que la sentencia se ejecute.

Todo el que esté un poco al corriente de los acontecimientos debe reconocer que esa sentencia ha sido inspirada en el odio de clases, en la excitación de la opinión pública por una prensa perversa, en el deseo que anima a la clase dominante de' reprimir el movimiento socialista. Los partidos interesados niegan esto, y sin embargo no es más que la pura verdad, y estoy persuadido de que las generaciones venideras juzgarán nuestro proceso, nuestra sentencia y nuestra eje­cución del mismo modo con que hoy juzgamos las crueldades de los siglos pasados: la intolerancia y el prejuicio pretendiendo sofocar las ideas de libertad.

Si la exposición de los principios sociológicos constituye delito en estos avanzados tiempos, yo no puedo resignarme a creer en seme­jante absurdo, aun cuando las leyes así lo preceptúen, porque mi razón y mi conciencia me dicen y aconsejan que no es delito sino virtud el propender a mejorar la vida material y social de los demás, siguiendo las inspiraciones de la naturaleza.

La historia se repite. En todo tiempo los poderosos han creído que las ideas de progreso se abandonarían con la supresión de algunos agitadores; hoy la burguesía cree detener el movimiento de las reivin­dicaciones proletarias por el sacrificio de algunos de sus defensores. Pero aunque los obstáculos que se opongan al progreso parezcan insuperables, siempre han sido vencidos, y esta vez no constituirán una excepción a la regla.

En todas las épocas, cuando la situación del pueblo ha llegado a un punto tal que una gran parte se queja de las injusticias existentes, a clase poseedora responde que las censuras son infundadas y atri­buye el descontento a la influencia deletérea de ambiciosos agitadores.


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Palabras del acusado George Engel, de oficio impresor, ante el tribunal que lo condenó a muerte (Fragmentos)



Es la primera vez que comparezco ante un tribunal norteamericano, y en él se me acusa de asesino. ¿Y por qué razón estoy aquí? ¿Por qué razón se me acusa de asesino? Por la misma que me hizo aban­donar Alemania: por la pobreza, por la miseria de la clase traba­jadora.

Aquí también, en esta "República libre", en el país más rico de la tierra, hay muchos obreros que no tienen lugar en el banquete de la vida y que como parias sociales arrastran una vida miserable. Aquí he visto a seres humanos buscando algo con qué alimentarse en los montones de basura de las calles.

[…] Cuando en 1878 vine desde Filadelfia a esta ciudad creí que iba a hallar más fácilmente medios de vida aquí, en Chicago, que en aquella ciudad, donde me resultaba imposible vivir por más tiempo. Pero mi desilusión fue completa. Entonces comprendía que para el obrero no hay diferencia entre Nueva York, Filadelfia y Chicago, así como no la hay entre Alemania y esta tan ponderada república. Un compañero de taller me hizo comprender, científicamente, la causa de que en este país rico no pueda vivir decentemente el pro­letario. Compré libros para ilustrarme más y yo, que había sido polí­tico de buena fe, abominé de la política y de las elecciones y com­prendí que todos los partidos estaban degradados y que los mismas socialistas demócratas caían en la corrupción más completa.

Entonces entré en la Asociación Internacional de los Trabajadores. Los miembros de esta Asociación estamos convencidos de que sólo por la fuerza podrán emanciparse los trabajadores, de acuerdo con lo que la historia enseña. En ella podemos aprender que la fuerza libertó a los primeros colonizadores de este país, que sólo por la fuerza fue abolida la esclavitud y que, así como fue ahorcado el primero que en este país agitó a la opinión contra la esclavitud, vamos a ser ahorcados nosotros [...].

¿En qué consiste mi crimen?

En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonen millones [...], otros caen en la degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizadas en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza y mediante ellas robáis u las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar [...]. 
La noche en que fue arrojada la primera bomba en este país, yo estaba en mi casa y no sabía una palabra de la "conspiración" que pretende haber descubierto el ministerio público. Es cierto que tengo relación con mis compañeros de proceso, pero a algunos sólo los conozco por haberlos visto en las reuniones de trabajadores. No niego tampoco que he hablado en varios mitines ni niego haber afirmado que, si cada trabajador llevara una bomba en el bolsillo, pronto sería derribado el sistema capitalista imperante.

Esa es Mi opinión y mi deseo, [pero] no combato individualmente a los capitalistas; combato al sistema que produce sus privilegios. Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y quiénes sus amigos.

Todo lo demás merece mi desprecio. Desprecio el poder de un gobierno inicuo. Desprecio a sus policías y a sus espías.

En cuanto a mi condena, que fue alentada y decidida por la influen­cia capitalista, nada más tengo que decir.

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Palabras del acusado Michael Schwab, de oficio encuadernador, ante el juez Joseph E. Gary (Fragmentos)



Hablaré poco. Seguramente no despegaría los labios sí mi silencio pudiera interpretarse como un cobarde asentimiento a la comedia que acaba de desarrollarse.

Denominar justicia a los procedimientos seguidos en este proceso sería una burla. No se ha hecho justicia ni podría hacerse porque cuando una clase está frente a otra es una hipocresía y una maldad su sola suposición.

Decís que la anarquía está procesada, y la anarquía es una doctrina hostil a la fuerza bruta, opuesta al criminal sistema presente de pro­ducción y distribución de la riqueza.

Me sentenciáis a muerte por escribir en la prensa y pronunciar discursos. El ministerio público sabe tan bien como yo que mi su­puesta conversación con Spies jamás existió. Sabe algo mejor que esto: sabe y conoce todas las bellezas del trabajo del que preparó aquella conversación. Cuando comparecí ante el juez, al principio de este proceso, dos o tres policías declararon que sin ninguna duda se me había visto en Haymarket, cuando Parsons terminaba su dis­curso. Entonces, evidentemente, se trataba de atribuirme el delito de arrojar la bomba. Al menos en los primeros telegramas que se dirigieron a Europa se dijo que yo había arrojado varias bombas sobre la policía. Más tarde se desprendió la futilidad de esta acu­sación, y entonces fue Schneubelt el acusado [...].

[...] ¡Habláis de una gigantesca conspiración! Un movimiento no es una conspiración, y nosotros todo lo hemos hecho a la luz del día. No hay secreto alguno en nuestra propaganda. Anunciamos de palabra y por escrito una próxima revolución, un cambio en el sistema de producción de todos los países industriales del mundo, y ese cambio viene, ese cambio no puede menos que llegar [...]. Porque si nosotros calláramos hablarían hasta las piedras. Todos los días se cometen asesinatos, los niños son sacrificados inhumanamente, las mujeres perecen a fuerza de trabajar y los hombres mueren lenta­mente consumidos por sus rudas faenas, y no he visto jamás que las leyes castiguen estos crímenes.

[...] Como obrero que soy he vivido entre los míos; he dormido en sus guardillas y en sus cuevas; he visto prostituirse la virtud a fuerza de privaciones y de miseria y morir de hambre a hombres robustos por falta de trabajo. Pero esto lo había conocido en Europa y abri­gaba la ilusión de que en la llamada "tierra de la libertad" no pre­senciaría estos tristes cuadros. Sin embargo, he tenido ocasión de convencerme de lo contrario. En los grandes centros industriales de Estados Unidos hay más miseria que en las naciones del Viejo Mundo. Miles de obreros viven en Chicago en habitaciones inmun­das, sin ventilación ni espacio suficiente; dos y tres familias viven amontonadas en un solo cuarto y comen piltrafas de carne y algunas verduras. Las enfermedades más crueles se ceban en los hombres, en las mujeres, en los niños, sobre todo en los infelices e inocentes niños. ¿Y no es esto horrible en una ciudad que se reputa civilizada?

[...] De ahí, pues, que haya aquí más socialistas nativos que extran­jeros, aunque la prensa capitalista afirme lo contrario con objeto de acusar a los últimos de traer la perturbación y el desorden.

[...] El socialismo, tal como nosotros lo entendemos, significa que la tierra y las máquinas deben ser propiedad común del pueblo. La producción debe ser regulada y organizada por asociaciones de productores que suplan a las demandas del consumo. Bajo tal sis­tema, todos los seres humanos habrán de disponer de medios sufi­cientes para realizar un trabajo útil, y es indudable que a nadie le faltará trabajo. Cuatro horas de trabajo por día serían suficientes para producir todo lo necesario para una vida confortable con arreglo a las estadísticas. Sobraría, pues, tiempo para dedicarse a las cien­cias y al arte.

Tal es lo que el socialismo se propone. Hay quien dice que esto no es norteamericano. Entonces, ¿será norteamericano dejar al pue­blo en la ignorancia, será norteamericano fomentar la miseria y el crimen? ¿Qué han hecho los grandes partidos políticos por el pueblo? Prometer mucho y no hacer nada, excepto corromperle comprando sus votos en los días de elección. Es natural, después de todo, que en un país donde la mujer tiene que vender su honor para vivir el hombre venda su voto.

[.. .] La anarquía es el orden sin gobierno.

Nosotros, los anarquistas, decimos que el anarquismo será el des­arrollo y la plenitud de la cooperación universal (comunismo). Deci­mos que cuando la pobreza haya sido eliminada y la educación sea integral y de derecho común la razón será soberana. Decimos que el crimen pertenecerá al pasado y que las maldades de aquellos que se extravían podrán ser evitadas de distinto modo al que hoy impera. La mayor parte de los crímenes son debidos al sistema imperante, que produce la ignorancia y la miseria.

Nosotros, los anarquistas, creemos que se acercan los tiempos en que los explotados reclamarán sus derechos a los explotadores y creemos además que la mayoría del pueblo, con la ayuda de los marginados de las ciudades y de las gentes sencillas del campo, se rebelarán contra la burguesía de hoy.

La lucha, en nuestra opinión, es inevitable.



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Palabras del acusado Oscar W. Neebe, organizador de secciones de oficio, ante el jurado que lo condenó a quince años de prisión (Fragmentos)



Durante los últimos días he podido aprender qué es la ley. Confieso que antes no lo sabía. Yo ignoraba que se pudiera ser convicto de un crimen por conocer a Spies, Fielden y Parsons. He presidido un mitin en Turner Hall, al que vosotros fuisteis invitados para discutir el anarquismo y el socialismo.

Yo estuve, sí, en aquella reunión, a la que no se presentaron los representantes del sistema capitalista actual para discutir con los obreros sus aspiraciones. No lo niego. Tuve también en cierta oca­sión el honor de dirigir una manifestación popular y nunca he visto un número tan grande de hombres en correcta formación y en tan absoluto orden. Aquella manifestación imponente recorrió las calles de la ciudad en son de protesta contra las injusticias sociales.

Si esto es un crimen, entonces admito que soy un delincuente. Siem­pre he supuesto que tenía derecho a expresar mis ideas como dirigente de un mitin pacífico y como director de una manifestación. Sin embargo, se me declara convicto de ese delito, de ese pretendido delito.

[.. .] Se me imputa otro delito: haber contribuido a organizar varias asociaciones de oficio, poner de mi parte todo cuanto pude para obtener sucesivas reducciones en la jornada de trabajo y propagar las ideas socialistas. Desde el año 1865 siempre he trabajado en esto. [...] El 9 de mayo, al volver a casa, me dijo mi esposa que habían venido veinticinco policías y que en el registro de la casa habían hallado un revólver. No creo que sólo los anarquistas y socialistas tengan armas en sus casas. Hallaron también una bandera roja, de un pie cuadrado, con la que jugaba frecuentemente mi hijo. Se registraron del mismo modo centenares de casas, de las que desapare­cieron entonces numerosos relojes y no poco dinero. ¿Sabéis quiénes eran los ladrones de los relojes y el dinero? Vos lo sabéis, capitán Schaack. Vuestra compañía es una de las peores policías de la ciudad. Yo os lo digo frente a frente y muy alto, capitán Schaack, vos sois uno de ellos. Sois un anarquista a la manera en que vosotros lo entendéis. Todos vosotros, en ese sentido, sois anarquistas.

Habéis hallado en mi casa un revólver y una bandera roja. Habéis probado que organicé asociaciones obreras, que he trabajado por la reducción de las horas de trabajo, que he hecho cuanto he podido para volver a publicar el Arbeiter ueitung. He ahí mis deli­tos. Pues bien: me apena la idea de que no me ahorquéis, honorables jueces, porque es preferible la muerte rápida a la muerte lenta en que vivimos. Tengo familia, tengo hijos, y si saben que su padre ha muerto lo llorarán y recogerán su cuerpo para enterrarlo. Ellos podrán visitar su tumba, pero no podrán, en caso contrario, entrar en el presidio para besar a un condenado por un delito que no ha cometido.

Esto es todo lo que tengo que decir.

¡Yo os lo suplico! ¡Dejadme participar de la muerte de mis compa­ñeros! ¡Ahorcadme con ellos!


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Fuente: Fascículo N° 24 de la “Historia del Movimiento Obrero” (CEAL, 1973) dedicado a los Mártires de Chicago. El Autor, Gregorio Selser, trabajó con la traducción del inglés al alemán de Der justizmord von Chicago. Zum Amgedenken. 11 no­vember 1887. de Pierre Ramus, de donde extrajo los testimonios.

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